¿Quién mató a Bambi?, de Monika Fagerholm (Nórdica) Traducción de Carmen Montes Cano | por Gema Monlleó
“se han terminado los días claros y frescos, los días de patinar sobre hielo, y todo está terrible, terriblemente vacío en el universo…”
Hay muchas novelas sobre experiencias traumáticas. La mayoría de ellas se centran o bien en los hechos que las causan o bien en la superación del trauma por parte de las víctimas. ¿Quién mató a Bambi?, premio de Literatura del Consejo Nórdico en 2020 para Monika Fagerholm (Helsinki, 1961), narra las consecuencias de una violación grupal en los agresores y en su entorno más cercano, poniendo el foco especialmente en uno de ellos, lastrado por el trauma de su propia acción, y obviando y silenciando, en un ejercicio de calculada violencia literaria in absentia, a la víctima.
Gusten Grippe y Nathan Häggert son dos adolescentes amigos (les llamaban “los intercambiables”) que vivían en la ciudad de las villas junto al lago Kallsjön, un barrio burgués en el que la vida transcurría plácida. Son hijos de Angela, cantante de ópera de tercera, y Annelise, amiga y compañera de la anterior, abogada y economista de éxito, que creció en el hogar Grawellska, un orfanato primero y un reformatorio privado después. El relato viaja adelante y atrás en el tiempo desde el hoy de Gusten, quien años después de “la catástrofe” sigue acercándose a la ciudad de las villas, imantado por sus propios recuerdos y, observando la casa de Nathan (“el buque fantasma”, el hogar de los Häggert, lugar en el que se produjeron los hechos), bucea en un ayer que lo lastra y que determina las relaciones que mantiene a día de hoy con los demás (Emmy, su antigua novia; Saga-Lill, amiga de Emmy, amante después; Cosmo, compañero de escuela en el pasado, quizás director de cine en el futuro). Gusten y su grieta del pasado (“es como si tuvieras dentro un alud”, le decía Emmy), Gusten y el agujero negro por el que periódicamente vuelve a caer, Gusten y su jamás completada expiación: esa oscuridad, ese tono sordo, esa corriente subterránea / que abre / no cierra”.
La voz de Gusten queda matizada por la del resto de personajes, en un rompecabezas que nunca termina de definirse dada la subjetividad, experiencias, deseos, y convulsiones emocionales de cada uno de ellos. Sobre toda la novela planea el oscuro episodio que, aunque anunciado, se desvela en toda su crudeza a medida que el relato avanza. Una violación en el sótano de la casa de Nathan, instigada por él (“como una flor oscura que hubiera florecido”), en la que participaron varios compañeros de colegio, que se convirtió en un secuestro al que Gusten puso fin. ¿Y ella? ¿Quién es la víctima? Sascha, adolescente como ellos, exnovia de Nathan, interna en el reformatorio Grawellska, rebelde, expulsada de casa por su padre y con una madre ausente. Una víctima (“la salvaje, la loca”) que, al no cumplir “los cánones de víctima” que la sociedad exige, tampoco obtiene la subsanación que merece.
El entorno burgués de los agresores, la confortabilidad familiar de sus vidas, contrasta con el abandono emocional de la víctima y con la falta de recursos económicos de su entorno. Fagerholm teje una red alrededor de los hechos en la que la hipocresía social, las modulaciones de la justicia y el poder del dinero se entrecruzan dando lugar a una solución “cosmética” que no contempla ni la reparación verdadera ni la reinserción efectiva. El espejo, por tanto, además de a las personas individuales, refleja las fallas de la sociedad nórdica actual y la superficialidad en un mundo complejo que se revela tan inmaduro como los protagonistas de la novela. El ascensor social deviene un espejismo cuando el pedigrí de las “buenas familias” se impone y los que caen son quizás los que nunca debieron ascender (“a su alrededor había como un anillo de vacío”). La autora hace un señalamiento de los privilegios de clase, de la confortabilidad conservadora “entre iguales” y de la volatilidad del éxito social con el que el liberalismo seduce (“Memento mori. Todo lo que te concedan te lo podrán arrebatar. La cuestión es recordarlo”).
La prosa de Fagerholm, fragmentaria, cargada de elipsis, polifónica y poética, en la que reverberan canciones (“Being in a gang called The Disciples”, Prince), plagada de mayúsculas, negritas y juegos tipográficos, nada convencional, es tan amable en su lectura como cruda en el relato y violenta en los silencios de lo no-contado, lo no-explicitado, lo no-completamente-expuesto. La pérdida de la inocencia de los adolescentes de la novela, “muchachos” infantilizados, egocéntricos, mimados, y protegidos por una sociedad heteropatriarcal de la que el máximo exponente son sus propias madres (“¡Violadores! Solo son chicos normales y corrientes. Violadores suena como salvajes, como si fueran bandidos. Por Dios, ¡llamadlos más bien los autores del delito!”), recorre paralela a la eventual pérdida de estatus de los adultos, progenitores inmaduros y exponentes de la sociedad del “yoísmo” y del dominio despótico (y aquí amoral) de la abundancia económica (“padres prominentes, hijos con talento, nada precisamente llamativo en la ciudad de las villas, que está llena de historias de éxito de esa naturaleza”).
En ¿Quién mató a Bambi? hay hechos y desechos. La violación es el hecho ya olvidado para los habitantes de la ciudad de las villas, el punto en el que el pasado amenazó con descarrilar los proyectos de sus buenos chicos. Y los deshechos son quienes se quedaron en los márgenes: una víctima revictimizada por los cantos de sirena del dinero y unos agresores que nunca fueron quienes proyectaban ser. Sascha, lastrada por las drogas en algún lugar de Estados Unidos; Gusten, que proyectaba ser actor de teatro y dramaturgo y se ha convertido en un exitoso, aunque infeliz, agente inmobiliario (lo apodan “el agente infernal”); Nathan, que ideaba ser arquitecto y continúa vegetando en “el buque fantasma”; Annelise, desahuciada de una carrera de economista que apuntaba a la política. Piezas de una historia que, como indica Cosmo, “a veces se te viene encima”. Porque, ¿es posible el olvido?, ¿cuándo un recuerdo voluntariamente arrinconado tiene suficiente fuerza para emerger de nuevo?, ¿cómo cruzar la frontera entre la memoria y la redención? Si la inocencia no se recupera, parece que el pasar página tampoco es tan real como el deseo de borrar la memoria.
Termino el libro y me duele toda la violencia que Fagerholm, con voluntad ética, señala. Esa que arrasa y no contempla las ruinas que provoca, esa que se disimula bajo el manto protector de la familia comme il faut, esa que crece al amparo de la complicidad social, esa del poder patriarcal que subyuga y ahoga, esa que apenas deja lugar a la culpa en pos de la exhibición de los “buenos” valores. Termino el libro y me duele toda la violencia que se amplifica y se ensancha y explota y resuena y retruena, indomable y arrolladora, en el silencio.